sábado, 1 de abril de 2017

Campos verdes, campos grises

Tertulias literarias de 6º curso de primaria: Una experiencia de 73 lecturas en común en los tres grupos del nivel


Ursula Wölfel, profesora de Educación Especial nacida el 16 de septiembre de 1922 en la República de Weimar, escribió esta compilación de relatos en 1970. Comienza con una nota que dice así:
Estas historias son ciertas, por eso resultan incómodas: narran las dificultades que surgen de la convivencia entre las personas, y cómo esas dificultades son captadas por los niños en muchos países: Juanita en América del Sur, Sintayenhu en África, Manolo, Enrique, Pedro y muchos más en nuestro país y en otros. Por ser verdaderas, estas historias no suelen tener un final feliz. Plantean muchas preguntas. Y cada uno debe buscar la respuesta. Estas historias muestran un mundo que no siempre es bueno, pero sí puede ser cambiado.
(Relato extraído de Campos verdes, campos grises, publicado por Lóguez)

Había un niño que siempre tenía miedo cuando se quedaba solo en casa. Sus padres salían a menudo por las noches.
Entonces era incapaz de dormirse, de tanto miedo como tenía. Oía un susurrar y un ruido, como si alguien respirase en su habitación.
Oía un crujir y crepitaciones, como si algo se moviera debajo de su cama.
Pero lo peor de todo era el pájaro nocturno.
El niño siempre lo veía sentado ante la ventana, inmóvil, y cuando pasaba un coche, el pájaro batía sus alas. Su sombra inmensa se dibujaba en el techo de su habitación.
Les habló a sus padres de su miedo, pero ellos sólo decían:
—¡No seas miedoso! Son cosas de tu imaginación.
Y seguían saliendo por la noche, porque no podían ver al pájaro nocturno, porque no creían nada de lo que el niño les contaba.
Una noche, estando el niño solo, llamaron a la puerta.
El miedo le impedía moverse.
Y de nuevo el timbre sonó, una y otra vez.
Pero, de pronto, todo quedó en silencio durante un largo rato.
Un nuevo ruido llegó hasta su cama. Algo arañaba la pared. ¡Era el pájaro! Ahora trepaba por la pared con sus garras. ¡Ya estaba en el alféizar de la ventana! Y ahora golpeaba con su pico contra el cristal. Una, dos veces, sin parar, y cada vez más fuerte. ¡Pronto rompería el vidrio y entraría de un salto en el dormitorio!
El niño cogió un florero de la mesilla de noche y lo lanzó hacia la ventana.
El cristal se rompió. Una bocanada de aire llenó la estancia, alzando los cortinones. ¡El pájaro había desaparecido!
De la calle le llegaron las voces de sus padres. Lo estaban llamando.
Corrió hacia el pasillo, encontró a oscuras el interruptor de la luz y el picaporte de la puerta de la casa. Abrió y salió a su encuentro.
Se reía de lo contento que estaba al verlos regresar. Pero ellos le riñeron. Sus elegantes trajes de noche estaban empapados del agua del florero.
—¿Qué tonterías haces? —preguntó el padre—. Has roto el cristal de la ventana.
—¡Y mira lo que has hecho con mi abrigo! —gritó la madre.
—El pájaro nocturno ha estado en mi ventana —se defendió el niño—. Ha picoteado en mi ventana.
—¡Bobadas! —dijo el padre—. Hemos olvidado la llave en casa y tú no nos has oído llamar al timbre. Por eso hemos golpeado en tu ventana con un palo que encontramos en una obra.
—¡Fue el pájaro nocturno de verdad! —insistió el niño—. ¡Fue el pájaro nocturno!
Pero los padres no lo comprendieron. Continuaron saliendo por la noche.
Él seguía teniendo miedo, oía todavía susurros y crujidos en su habitación. Pero esto ya no tenía tanta importancia.
Porque el pájaro nocturno nunca más volvió, lo había ahuyentado. Él mismo lo había espantado. ¡Él solo!

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